Hace unos días en estas mismas páginas invitaba al amable lector a que no perdiese la oportunidad de ver juntos de nuevo en Toledo a dos grandes pintores a los que unió una estrecha amistad: Sorolla y Beruete. No quiero cerrar este capítulo sin recordar también a un tercero, amigo de ambos, un hombre que, si bien no necesitó pintar para vivir, vivió para pintar. Gran olvidado hoy, en una ciudad en la que la larga sombra de El Greco parece haber eclipsado a otros grandes artistas que se identificaron con la ciudad, mereció en su día el título de «el pintor de Toledo», incluso hubo algunas revistas extranjeras que se referían a España como «la patria de Fortuny y Arredondo».
Porque hablo, naturalmente, de Ricardo Arredondo, y de la suerte que tenemos los toledanos y sus visitantes de poder volver a ver en el Museo de Santa Cruz, compartiendo espacio con los lienzos de Aureliano de Beruete, un nutrido grupo de óleos procedentes de la colección del tristemente desaparecido Museo de Arte Contemporáneo de Toledo.
Nacido en Cella, un hermoso pueblo de Teruel, en 1850, con doce años se afincó en Toledo, donde tenía un tío canónigo, un clérigo liberal que viendo el talento que tenía el sobrino para el dibujo, determinó que iniciase su aprendizaje en el taller del pintor Matías Moreno, para pasar después a la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Llegó a ser concejal y diputado provincial comprometido con la conservación y mantenimiento del patrimonio artístico toledano. Intervino en la restauración del Castillo de San Servando, promovió la creación del Paseo de Recaredo (hoy nadie se acuerda que durante un tiempo este paseo estuvo dedicado al pintor) y desenterró y restauró la vieja Puerta de Bisagra. Nada recuerda en nuestros días el nombre de un pintor que consagró su vida a Toledo, ni siquiera una placa en el antiguo palacio de los Adrada donde vivió, adosado al adarve de la muralla que llaman de Wamba, junto al Cambrón. Cuando se cumplió el centenario de su muerte, en 2011, quien esto escribe se puso en contacto con el que era por entonces director de la Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo, para ver si era posible que Toledo pagara la deuda histórica que tiene con Ricardo Arredondo, dedicándole una placa en la fachada, cerca de la que conmemora la muerte del poeta toledano Baltatar Elisio de Medinilla, pero aparte de buenas palabras nada se consiguió.
Los primeros cuadros del «pintor de Toledo» pueden inscribirse dentro del pintoresquismo tardorromántico y eran pequeñas tablas destinadas sobre todo al turismo extranjero ávido de exotismo. En ellas interpreta la ciudad y su entorno rocoso con esa entonación pizarrosa o cenicienta que recuerda las primeras obras toledanas de su amigo Benito Pérez Galdós. Aunque de sabor costumbrista, con un gusto todavía por lo anecdótico y pintoresco, destaca ya en estas obras un realismo y un virtuosismo para el dibujo fuera de lo común. Poco a poco sus obras se desprenden de lo teatral para centrarse en el verismo visual de unas calles y unas plazas que tienden a despoblarse de figuras humanas. Con el mismo amor y la misma minuciosidad pinta un humilde ladrillo, una maceta del descuidado jardín o un fragmento de roca del arroyo de la Degollada. No existe ningún elemento de la realidad visible que no sea digno de admiración y escape a su escrutadora mirada. Mediante pinceladas menudas, vivas y chispeantes que recuerdan las de Fortuny, se adentra en el secreto palpitar con el cada cosa está animada. No es el ambiente lo que le interesa (más tarde sus paisajes se llenarán de luz y de atmósfera) sino el modo mágico como los haces de luz se adhieren a las superficies del tejado, juguetean entre la vegetación ribereña o se derraman por las trepadoras del patio. Copiar es para él una forma de comprender, de desentrañar el alma del objeto tal como se revela en el misterio de su visibilidad.
En parte por la cercanía de Beruete pero en parte también por su propia evolución interna, en la última década de su vida vemos cómo poco a poco va abandonando este preciosismo y su obsesión por acabar hasta el último detalle, para centrarse en la luz. Sus atmósferas se hacen menos nítidas pero más radiantes; la composición es más ágil y la pincelada más suelta y espontánea. La luz cambiante torna los paisajes de Toledo más movedizos y diversos. La tierra enrojece; la hoz del Tajo y los taludes cigarraleros se encienden con tonos dorados y rosas. El lejano perfil de la ciudad con su corona de cúpulas, torres y espadañas, se vuelve más impreciso. En el primer plano, las geologías ya no son tan duras, pues reciben el toque fluido del aire, mientras que el modelado de árboles y plantas se hace más nervioso.
Los lienzos de Ricardo Arredondo que ahora se exhiben temporalmente en el Museo de Santa Cruz constituyen un verdadero festín para la mirada que ningún aficionado al arte debe perderse.